Mis rutas de cada día




A eso de las siete menos cuarto de la mañana, mi despertador de la mesilla de noche me avisa cada día de que es el momento perfecto para levantarme y empezar la rutina diaria. No uso el término rutina como sinónimo de repetitivo, no. Lo uso como ese hábito que no solo no me pesa, sino que es toda una puerta abierta a la sorpresa y, como toda sorpresa me crea expectación y, aunque a veces el frío me provoca para caer en la tentación de seguir acostada un rato más, es más fuerte para mí la curiosidad de desenvolver el regalo del día nuevo.

Lo vivo así y, ahora, en plena pandemia, lo valoro todavía más, teniendo en cuenta que, de momento, sigo experimentando el privilegio de ver amanecer, cuando han sido tantas las personas que llegaron a su ocaso definitivo.

Tras apagar el despertador, dar gracias a Dios, vestirme y calzarme mis zapatillas deportivas, abro la puerta y siento el saludo del aire fresco de la mañana sobre mi rostro. Y empiezo mi camino de una hora, a paso muy ligero, pero intentando no perder detalle de cuanto voy encontrándome.

Es de noche aún. Me cruzo con unas pocas personas madrugadoras que, como yo, también están caminando o corriendo. La mayoría lleva auriculares puestos, supongo que escuchan música o noticias. Yo no llevo más que mis oídos atentos al canto de los pájaros que, en poco tiempo, acabarán con el silencio de los árboles, sacudirán sus alas y moverán las hojas verdes como si hiciera algo de viento, sin hacerlo.

Tengo trazadas cuatro rutas, una para cada día, que discurren por zonas urbanizadas y por senderos rurales. El contraste es una maravilla. La parte más campestre me deja escuchar el canto de los gallos, y me propicia paisajes abiertos al horizonte, con rebaños de ovejas pastando en grandes llanos, con abundante variedad de plantas y con aromas de mejorana, albahaca y romero en su mayoría. La parte urbanizada también me recibe con olor a jazmines enredados entre brezos y setos, azahares en los naranjos que se han anticipado a la primavera, hierbabuena en las macetas y los arriates y plantas escogidas para llenar de color balcones, zaguanes y jardines.

Todos los días, además, encuentro una inmensa alfombra de Rocío cubriendo céspedes y pequeños bosques que le dan oxígeno a mi tierra.

Avanzando en mi camino, llega el momento del amanecer, el que espero con más ganas, porque no hay un día igual a otro, un color igual a otro, un trazo en el cielo similar al del día anterior. Cuando hay nubes, especialmente las intensamente blancas, que parecen algodones que pudiéramos coger para endulzar con azúcar, forman siluetas inesperadas que ilustran las reflexiones y los pensamientos que me ocupan.

Para mí es todo un espectáculo, digno de profunda admiración a quien creó con tanta perfección el mundo en el que vivimos. Y doy gracias con toda mi alma y con todo mi ser, a pesar de sentirme tan minúscula entre tanta belleza, tanta grandeza, tanto derroche de generosidad, tanto amor al alcance de mis manos, de mi vista, de mis sentidos.

La alarma del reloj me dice que ya llevo una hora andando, y las campanas de mi parroquia me invitan a la oración.

¿De verdad ha pasado ya una hora? Pues sí, pasa volando, pero yo la vivo de la mano de la Virgen del Rocío, alabando a Dios, proclamando con Ella sus maravillas, cuestionándome qué puedo hacer para no manchar una creación tan majestuosa, con el corazón lleno de paz y agradecida porque nunca defrauda caminar a su lado. Y ahora sí, tengo el corazón dispuesto para, antes de irme a trabajar, estar un rato a solas adorando al dueño de todo lo creado.

Francisca Durán Redondo
Directora de periodicorociero.es