La Virgen del Rocío: Madre que enaltece




“Él hace proezas con su brazo, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes. A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos”.

Comienzo hoy mi editorial con esta frase del Magníficat. Frase para la que no hacen falta demasiadas traducciones por mucho que la queramos interpretar.

Casi todos los meses tienes dedicaciones a la Virgen. Se le canta con especial entusiasmo, se le llevan flores pero, aparte de todo esto y mucho más, lo más importante, aprovechando los tiempos fuertes de la liturgia, sería acercarnos a conocer algo mejor la figura de esta mujer que llevó a Jesús en su seno, lo alimentó con su sangre y, sin saberlo, le contagió los principales valores del Reino de Dios.

Es una Madre que enaltece y jamás humilla. No lo hizo con Jesús, pero tampoco lo hizo con ninguno de los hijos que Él mismo puso a su cuidado.

Si la Virgen, como Madre, hubiera intentado humillar a un hijo o a una hija, seguramente le hubiera sido arrebatado de inmediato el don de la Gracia que Ella, como nadie, supo y sabe administrar.

Sus valores de entrega, de servicio, de pensar siempre en los demás antes que en Ella misma la hicieron merecer la felicidad generación tras generación. No podría imaginarme a la Virgen dejando a alguien de lado, abandonándolo a su suerte. No la consigo imaginar de diversión mientras alguno de sus hijos pasa necesidad. Quizá las madres, las que se han hecho responsables hasta la médula del don de la maternidad, (pues de todo hay en esta viña del señor, incluso las que se desentienden), comprenden el fondo del corazón de la Virgen a la que llamamos Madre Nuestra.

Por eso cuando nos fijamos en la Virgen lo hacemos con esperanza, con el consuelo de saber, por más desesperante que sea la causa que nos lleva a Ella, que jamás nos defraudaría.

No nos llevaría a su reja para reprocharnos absolutamente nada, más bien, para alzarnos del suelo, abrazarnos y hacernos sentir su cariño. No me la imagino diciéndonos: “tú no sirves para nada, a ver si cambias, todo lo haces mal, fíjate mejor en tu hermana o en tu hermano”... Eso sería pisotear la dignidad de un hijo. A Ella la contemplo paciente, diciéndonos: “creo en ti, confía tú en mí, no te rindas, lucha, sigue adelante, camina, tú puedes conseguir tus metas, yo estoy a tu lado para ayudarte, tú vales más que todo a mis ojos, estoy orgullosa de ti”.

Es posible que en la imagen de la Virgen del Rocío, después de toda una vida de vivencias rocieras, de haber crecido escuchando su nombre día y noche, de haberla sentido cotidiana en las conversaciones de mi familia y de mi entorno; es posible que haya aprendido a descubrir en esa Imagen que me tiene loca, a contemplar la profundidad de su enseñanza, de su ejemplo y de la grandeza de la palabra MADRE cuando me recreo en Ella.

El Magníficat es, posiblemente, la mejor y más rotunda alabanza que haya subido a Dios. Esa oración de la Virgen nos deja bien claro cuál es su papel y cuál es su centro.

También ese centro nos lo enseñan las manos de la Virgen del Rocío. Si la miramos a Ella y no lo miramos a Él, no hemos aprendido nada como rocieros. Si lo miramos a Él sin mirarla a Ella, es prescindir del único puente que nunca se derrumba.

Los dos enaltecen a los humildes con tal ternura que quedan presos de ambos para siempre.

Francisca Durán Redondo
Directora de periodicorociero.es