La Virgen se dignó escucharme

Compartimos con nuestros lectores de periodicorociero.es – Periódico Digital Rociero, un nuevo artículo, seleccionado por nuestro amigo y colaborador don Antonio Díaz de la Serna y Carrión. El artículo fue escrito por Rocío Blanco Peláez para la sección “Prodigios” de la Revista Rocío.

No era aquello una promesa. Sólo la gratitud y el amor sin límites que la Virgen del Rocío sabe inspirar en los corazones que la aman de verdad, fueron los móviles que me empujaron a quererme meter bajo las andas benditas de la Blanca paloma. La idea no me pareció maravillosa, ni audaz en una mujer, sino simplemente buena; mas al ver tal multitud de almonteños en torno a su paso, disputándose el honor de llevarla, pensé apenada que me resultaría muy difícil, por no decir imposible, ponerla en práctica.

Durante más de una hora permanecí en torno a la Imagen, en compañía de otra joven, ambas con el mismo intento. Ella, en plan de cumplir una promesa; yo, que había vivido todas las emociones dulcísimas que el Rocío trae consigo, anhelaba sentir aquella dentro de mi alma.

Ignoro lo que mi compañera pensaría, pero mis deseos en aquellos momentos era haber nacido varón para así poder lograr mis propósitos. Observaba cómo salían aquellos fervorosos y apasionados hombres; con la camisa hecha jirones, los labios y hasta los dientes, negros a causa del polvo, la garganta, ronca de tanto gritar vivas a la Reina de las Marismas; la mayoría de ellos con los hombros enrojecidos y los ojos, repletos de cristiana satisfacción; y una profunda admiración crecía allá en lo más profundo de mi alma.

La Virgen Santísima del Rocío, que aunque no lo advirtamos se interesa por todo lo que nos preocupa y se halla siempre dispuesta a interceder a su Hijo por nosotros, tengo la completa seguridad que se dignó escucharme, porque al fin, cuando menos lo esperaba, se vieron cumplidos nuestros deseos.

Vi a mi compañera hablar con un hombre. Al principio no le di la menor importancia, pero éste conversó con varios de ellos: “Estas dos muchachas quieren...” No escuché más, en aquella hermosa aglomeración de criaturas y vivas a la Blanca Paloma; lo cierto es que tuve la dicha inmensa de introducir mi débil hombro debajo del paso.

Pretender alcanzar la Luna con las manos, no lo creo tan difícil como intentar describir en un simple papel, la emoción dulcísima que saturó mi alma. La procesión continuaba dando tumbos y mientras mis ojos lloraban ante aquel honor y aquella felicidad inenarrable que estaba viviendo, mi boca sólo acertaba a balbucir torpemente: ¡Madre mía! ¡Madre mía!

En aquel momento cumbre quise decirle muchas cosas; deseé preguntarle qué había visto en mí para concederme aquel alto honor del que me consideraba indigna; pero la emoción que embargaba mi alma, sólo me permitió llorar e invocarla por el nombre dulcísimo de Madre.

-“No te dé miedo, hija mía –escuché que decían cerca de mí- ¡Aprieta ese hombro! Así. Que duela, hija, que duela mucho”.

Era la voz de un hombre. No puede ver si estaba detrás de mí, delante o a mi lado; pero su voz se quebró rota por el llanto y la emoción. Aunque esa bronca me pareció suave como una caricia divina, de la Santísima Virgen del Rocío.

Dolía el hombro, dolían los pies a causa de los pisotones, pero... ¿Qué era aquel dolor en el cuerpo, comparado con la alegría que experimentaba mi alma? ¡Qué premio tan grande y tan generoso recibí por aquel sacrificio tan pequeño!

La Blanca Paloma se había valido de uno de sus hijos para decirme aquellas palabras que jamás olvidaré y que aún ahora que todo ha pasado, resuenan en mis oídos: “No te dé miedo, hija mía. ¡Aprieta ese hombro! Así. Que duela, hija, que duela mucho”.

Al entrar la Virgen en su ermita y cuando poco a poco todos se iban alejando, me arrodillé delante de Ella y bajo el suave murmullo de rosarios que se rezaban y olor a cera que se consumía, medité durante mucho tiempo. El centro de mi meditación no fue como otras veces, el hechizo del rostro maternal y bondadoso de la Santísima Virgen del Rocío, ni tampoco todo cuanto concierne a su hermosa y sin par Romería. Sólo aquellas palabras que alguien pronunció cuando me encontraba bajo el paso: “No te dé miedo, hija mía. ¡Aprieta ese hombro! Así. Que duela, hija, que duela mucho”.

Con nostalgia que no sabría definir, salí de la ermita. Desde la puerta me volví a decirle adiós una vez más a la Blanca Paloma y fue al tener que partir de aquel lugar bendito, cuando saqué la conclusión de que era muy dulce y consolador vivir siempre bajo el suave yugo de su poder, cumpliendo su voluntad.

ROCÍO BLANCO PELÁEZ