La fe madura




Pasan los años y, no sabemos por qué, llega un momento en el que empezamos a darnos cuenta de las cosas que verdaderamente son importantes. Nos damos cuenta, eso sí, cuando tenemos una actitud de apertura a la luz que nos hace ver con claridad lo que nos ayuda y lo que nos obstaculiza seguir avanzando en el camino.

Vivimos la fe de una forma más madura, porque por fin nos decidimos a madurar, a dejar de lado esas cosas a las que nos hemos llevado toda una vida prestando atención y, sin embargo, no eran tan prioritarias como pensábamos.

Cada etapa es necesaria. Necesitamos la etapa de la niñez, siendo niños, sin que nadie nos evite serlos ni pise equivocadamente el acelerador de nuestra infancia para que actuemos con mente de adultos. Necesitamos la adolescencia con las rebeldías y los pensamientos en todas partes y en ninguna. Necesitamos la juventud, con su frescura y su vitalidad, su mirada abierta a todo lo nuevo y a todo lo que queda por aprender. Necesitamos esa etapa adulta en la que van tomando peso los recuerdos, somos conscientes de errores cometidos y estamos decididos a no volverlos a cometer. Necesitamos llegar a la tercera edad, con la maleta repleta de experiencias, el corazón albergando sabiduría e historias que contar y los pies, a pesar de ser menos ágiles, dispuestos a seguir peregrinando.

Y si cada etapa es necesaria, más necesaria es la fe para pasar por todas ellas. Porque sin la fe, nada de lo vivido hubiera sucedido y nada de lo que sucede ocurre sin ella.

Es la fe lo que hace que las situaciones cambien y mejoren. Por fe se colocan cimientos y se levanta una casa o un imperio. Por fe se nos despiertan los sentimientos más nobles y se renuevan nuestras esperanzas.

Todo lo mueve la fe que Dios deposita en nuestros corazones.

Y esa fe también madura con el paso de los años, porque es cuando salimos del letargo, de la mediocridad y de creernos autosuficientes. Es cuando somos capaces de ser más humildes para decirle a Dios: “Tú lo hiciste todo, nada es obra mía. Todo es tuyo”.

Pido a la Virgen del Rocío, le suplico a Ella, que es dádiva infinita, que nos haga crecer en la fe y que esa fe sea madura, inamovible y fuerte. Tan madura como para tener continuamente un SÍ en el alma para cada vez que el Señor quiera algo de nosotros.

Francisca Durán Redondo
Directora de periodicorociero.es