El hombre de la ermita (A la memoria de Gregorio Peláez)




En el lateral del Santuario del Rocío que da al Real de la Aldea, en los bancos más cercanos a la sacristía, siempre lo veía sentado, en silencio, como guardián voluntario de la Santísima Virgen, como mano derecha de cualquiera de los Santeros, como fiel enamorado de su Patrona a la que tenía a un paseo de su casa de la calle Romería, y a la que visitaba aunque cayeran granizos sobre la arena.

Lo mismo daba que luciera el sol o que las nubes tiñeran de negro el cielo marismeño. No importaba si los flamencos vivían su época migratoria, si las golondrinas iban y venían buscando qué llevar de comer a sus polluelos o que la marisma estuviera hasta el borde de agua o agrietada por la sequía. Allí, junto a la Virgen del Rocío, estaba Goro.

No sabría decir el motivo, más siempre me llamó la atención su presencia, que para muchos pudo pasar desapercibida, porque él no hacía nada para llamar la atención, pero a mí me daba paz verlo en la ermita.

Lo recuerdo de no sé cuántos años atrás, pero os puedo contar que todavía no existía periódico rociero, y tampoco había echado a andar el programa de televisión La Pará rociera.

Yo visitaba con frecuencia a la Virgen. Cuando entraba, me miraba, y hacía un gesto amable para saludarme.

Hace algo más de diecisiete años, hice una entrevista a Manuel Díaz, “Manolito el Santero”. Y Manolito le dijo: “Goro, voy un momento aquí al lado. Tú me avisas si hace falta algo”. Ese día supe que se llamaba Goro.

Con el paso del tiempo, su pelo se fue volviendo blanco y, un día, se me acercó para decirme que me había visto en el programa y que se había emocionado con uno de los invitados. Se lo agradecí mucho y, de manera espontánea, le comenté: “Cuánto me gustaría entrevistarlo a usted”.

No os podéis imaginar lo nervioso que se puso con la propuesta. Titubeaba, decía que qué iba a contar él y que se sentía muy poca cosa como para ser invitado al programa. Le di mi teléfono por si cambiaba de opinión. Y al despedirnos ese día le dije: “Goro, creo que la Virgen se sentiría muy feliz si aceptara la invitación”.

Pocos días después recibí su llamada, con los mismos nervios, pero aceptando el reto porque “le había dado que pensar la frase de hacer feliz a la Virgen”.

Desde ese día y hasta que se produjo la entrevista, me estuvo llamando a diario para decirme que conforme pasaba el tiempo él estaba más nervioso. Y nació una preciosa amistad entre esta humilde presentadora y redactora y “el hombre de la ermita”, como a mí me gustaba identificarlo.

Desprendía humildad y, en mi interior, pensaba cuántas cosas podría haber visto él en el Santuario, testigo de excepción de los que llegan a las plantas de la Virgen para presentar a un hijo recién nacido, para implorar salud, trabajo… Para los que lloran desconsolados sus penas ante Ella, para estar un ratito acompañándola, para entregarle un ramo de flores en acción de gracias o para rezar una pequeña oración antes de partir para el trabajo, para la casa... De todo eso sabía muy bien Gregorio y de todo ello me contó, hasta donde pudo, en el programa y, bastante más, cuando no había cámaras delante.

Todos los años me llamaba para felicitarme por mi Santo y por mi cumpleaños, para desearme una Feliz Navidad y posteriormente para que el año nuevo viniera lleno de lo mejor. A veces, me llamaba para interesarse, simplemente, por cómo estaba.

Creo que nos hemos admirado mutuamente y este pasado cuatro de febrero, cuando supe que había fallecido, me dio un vuelco el corazón, porque Goro, que hizo feliz en la tierra a la Virgen con su compañía, ahora va a ser feliz de la compañía eterna de la Virgen en el cielo.

Muchas veces le pedí que me tuviera presente de vez en cuando ante Ella. Él me sonreía y decía: “No te quepa duda. Lo hago siempre”. Y allí se quedaba él, y yo regresaba a mi tierra llena de paz y con la certeza de que, delante de nuestra Madre, había quien recordara mis oraciones.

Para mí siempre seguirá siendo “el hombre de la ermita”, aunque ahora haya partido a esa ermita que está en las marismas azules, alrededor de la que siguen revoloteando los vencejos, anidando las golondrinas, acudiendo las aves migratorias, descansando la marisma, y donde los inviernos nos parecen primaveras.

Gracias por tanto. Te voy a recordar siempre, Goro.

Descansa en paz. Francisca Durán Redondo
Directora de periodicorociero.es