Que duren mis anhelos eternamente…




En el séptimo aniversario de su partida hacia la mansión eterna.

Las “casualidades” de la vida quisieron que Dios viniera a por el Padre Quevedo el día de los Santos Ángeles custodios, que desde que supimos la noticia de su muerte acudieran a despedirlo cientos de personas en la fiesta de San Francisco de Paula y que su cuerpo recibiera cristiana sepultura en la víspera de San Francisco de Asís.

José María González de Quevedo, nació en Málaga el año 1926. Parece que desde muy jovencito sintió la llamada del Señor y no tardó mucho en responderle afirmativamente, poniéndose a su disposición para lo que fuera menester y pasando a formar parte de la gran familia de la Compañía de Jesús, fundada por San Ignacio de Loyola.

Un largo periodo de formación le tocó vivir a José María, que hizo su noviciado en El Puerto de Santa María y realizó estudios de Filosofía y Teología en la Universidad Pontificia de Comillas, hasta recibir el sacramento del sacerdocio.

Mariano hasta la médula, el Padre Quevedo -como se le conocía cariñosamente-, tenía una facilidad de palabra que tocaba el corazón de los que acudían a la eucaristía. Sus homilías estaban impregnadas de una unción especial, y con frases sencillas y explicaciones claras, trasladaba el mensaje del evangelio a los que lo escuchaban.

En estos días en que durmió para siempre en la paz del Señor, se han leído y escuchado miles de condolencias por su marcha definitiva al encuentro de Dios. En todas se ha destacado que era un buen hombre y un gran rociero, y lo era. Pero yo quisiera hoy, en mi editorial de periodicorociero.es – Periódico digital rociero -, destacar del Padre Quevedo su sacerdocio, porque de lo que no tengo la menor duda es de que además de buen hombre, de gran rociero, de pregonero, poeta y escritor, ha sido un entrañable, cercano y admirable sacerdote.

Sentía un profundo cariño por las cofradías y por el Rocío, pregonó en numerosas hermandades de penitencia y de gloria y escribió letras conocidísimas de sevillanas para grupos de élite en el panorama musical. Una de ellas, quizá la más extendida y cantada, fue la que hizo para Los Romeros de la Puebla “Tiempo detente”.

Y sí, sí que se detenía el tiempo en la ermita del Rocío para él. Se detenía cuando se arrodillaba delante del Sagrario, y después cuando postraba igualmente sus rodillas en tierra para orar ante la Santísima Virgen del Rocío.

El tiempo se detenía para él cuando se sentaba a “echar un ratito” –como le gustaba decir-, con la Virgen y allí se le veía, unas veces con el rosario en la mano, otras con los ojos cerrados y la mano en la frente, concentrado en su meditación delante de nuestra Madre, y otras mirándola, sin más; mirándola extasiado sin quitar sus ojos de los de la insuperable imagen.

Pero donde se detenía el tiempo para el Padre Quevedo era en el confesionario, donde pasaba largas horas impartiendo la absolución, administrando la misericordia de un Dios que siempre perdona, regalando el amor del que siempre nos recibe con los brazos abiertos.

Así como el caracol lleva su casa a cuestas, podría decirse que el Padre Quevedo llevaba consigo un confesionario ambulante, y si no, que se lo pregunten a los que han peregrinado con la Hermandad de Nuestra Señora del Rocío de Sanlúcar de Barrameda, por la que ha sentido auténtica locura y de la que él era uno de sus hermanos más queridos, peregrino de cordón amarillo y del Simpecado de mallas doradas. Cuántas veces se le ha visto caminando por esas duras arenas del Coto, confesando a peregrinos que se acercaban a él y le decían: “Padre, me quiero confesar”, y a él le asomaba la sonrisa de oreja a oreja porque sabía que un pecador volvía al redil de la Pastora. A veces, rodeaba con su brazo el hombro de la persona arrepentida, y se veía esa estampa espiritual que riega nuestros caminos rocieros, y a continuación, él seguía andando y el pecador buscaba a su Simpecado con lágrimas desbordadas por la emoción de saberse perdonado y querido por el Dios misericordioso del amor.

Y se detenía el tiempo para él cuando celebraba la Eucaristía y levantaba el pan o el vino consagrados y aguardaba unos instantes para que todos fueran conscientes de la fuerza de la presencia del Señor.

José María se ha llevado consigo el cariño y el respeto de un sinfín de personas a las que ha querido y que lo han querido, cientos de momentos que lo emocionaron, como el día que fue nombrado hermano honorario de la Hermandad Matriz de Almonte, o las veces que tuvo el regalo de presidir la misa en el santuario de la Reina marismeña, su gran amor.

Ahora se ha detenido el tiempo para él en la tierra, pero comienza un tiempo nuevo, el de la eternidad, que le permitirá gozar de la Virgen en el cielo para siempre. Ella, a la que tanto amó en la vida terrenal, lo conducirá a esas otras marismas de la que unas sevillanas nos dicen que “la Virgen distribuye a todos sus rocieros”.

Lo vamos a extrañar muchísimo, pero sentimos la alegría que él expresó en una de sus más recordadas composiciones:

“Tiempo detente,
que es tan grande el consuelo
que mi alma siente,
que duren mis anhelos eternamente…”


Y ahora sí, el Padre Quevedo comienza a vivir lo que tanto anhelaba.

Francisca Durán Redondo
Directora de periodicorociero.es