Los ojos de la Señora

Una vez más, y como venimos haciendo cada sábado, hoy rebuscamos en el pasado para rescatar alguno de esos artículos que fueron escritos sobre la Virgen o sobre la romería del Rocío.
Nuestro incansable colaborador, Antonio Díaz de la Serna, a quien agradecemos de nuevo su labor en estas páginas, ha seleccionado para hoy el artículo que escribió Justo de la Peña, de La Puebla del Río, en octubre de 1959.


Una amiguita valenciana, y como tal fervorosa devota de la Virgen, bajo la advocación sublime de Nuestra Señora de los Desamparados, no perdía ocasión en que pudiera comentar sus devociones. Describía con tanto detalle los cultos, y la delicada y emotiva ofrenda de las flores, que parecía estar asistiendo a ella. Sin embargo, se notaba un poco de vacío espiritual en esa amiguita. Yo confiaba en el milagro.

Invitela a la Romería del Rocío, pero con todas las molestias y sacrificios que acarrea el viaje en carreta. Mi deseo era que viese a la Señora.

El camino que recorremos desde aquí hasta el Rocío está lleno de poesía. La noche en “Torrero”. Por la mañana, el paso del río Quema. Y así adelante, pisando chinos y arenas, espinas y flores. Manifestación de fe por todas partes. Nos hablan de Ella, campos reales, con sus caminos y cortafuegos, sus junqueras y eucaliptus. Todo parece acompañarnos, porque todos tenemos en esos días la misma meta: la Blanca Paloma.

Pentecostés nos llama. La Blanca Paloma nos espera. El Espíritu Santo nos acompaña. Por eso no puede haber romeros apáticos ni romeros irreverentes. A mi amiguita la esperaban los ojos de la Señora. A medida que se divisaba los contornos de la aldea, iba mi amiga transformando su sentir. Cada vez más callada, sus ojos claros parecían fijos en un punto. Así hasta entrar en el recinto bendito del Rocío. Después de desfilar por la puerta de la Ermita, nuestra amiga quedó muda. Una vez instalados los enseres en la casa, tratamos la visita, pero tostados y polvorientos, acabados de llegar. Ella nos aguarda, quiere vernos con el cansancio del camino. Nos aguarda con los brazos abiertos. La valencianita, con su cinta y medalla al cuello, su traje roto, sus pies cansados y llenos de espinas, me buscó, ansiosa de ver a la Señora. Cuando pisó el suelo de la Ermita, aceleró el paso abriéndose camino entre el gentío que lo llenaba todo, como siempre; quedó al lado del presbiterio, tan cerca de las velas que ardían en montones, como siempre también, que la luz transfiguraba su cara. Apretaba sus manos cruzadas tan fuertemente que hacíase daño, según supe después, pero no apartaba sus ojos de la Señora. Así permaneció tanto tiempo que invitáronla a sentarse, mas no quiso. La boca, entreabierta, apenas movía sus labios. Una cosa rara había en su actitud. Me acerqué a ella para que saliese de la Ermita, puesto que el calor de las velas encendidas podía dañarle y su contestación fue ésta. Querido amigo: Qué razón tenía, cuando me dijo que la Señora, en esta advocación está en carne mortal en estos días entre nosotros. No puedo irme. No lo desea Ella. No puede mi corazón con tanta emoción sin desahogarse al pie de su altar. ¿Qué tiene la Señora en sus Ojos que no puedo apartar los míos de Ellos? Me habla. No sé si podré marchar sin saber qué quiere. ¿Qué fuerza tiene su mirar, entornado? Qué atracción su Pastorcito. Qué hermosura sus flores. Qué grandeza su figura. Madre, decía: dime qué quieres de mí. Ilumina mi camino. Aclárame la oscuridad en que he vivido hasta que te vi. Seré tu más ferviente devota. Así lloraba y lloraba, sin tregua. Vámonos ahora, le dije. Luego volveremos de nuevo. Y así fue calmando su llanto. Salimos poco a poco y al volver a mirar d nuevo a la Señora, me preguntó: ¿Podré confesar esta tarde? Sí, como no, cuando quieras; le dije. Y en efecto, se realizó el milagro. El domingo había ganado una nueva alma los Ojos de la Señora.

Mi amiguita sólo sabía entrar en la Ermita. Mirar una vez y otra el altar. Lloraba desconsolada al ver las promesas que allí concurren.

Sus ojos no sabían cerrarse, sus labios una continua petición, y una fervorosa plegaria. Al despedirse para la vuelta de la Romería, ofreciole a la Señora volver siempre que le fuera posible y llevar aquellos Ojos fuertemente clavados en su corazón. Porque tienen un poder distinto a todos, los Ojos de la Señora, la Santísima Virgen del Rocío.

JUSTO DE LA PEÑA
Puebla del Río